“Perdóname si / hoy busco en la arena/ una luna llena / que arañaba el mar /...Es una carta de amor / que se lleva el viento /pintado en mi voz / a ninguna parte / a ningún buzón...” Las voces de Sabina y Serrat se entremezclaban en el hípico de Cáceres acariciando nuestros oídos. Todos cantábamos a coro, algunos con el pañuelo a mano por si alguna indisciplinada lágrima se obstinaba en celebrar la nostalgia de treinta años de recuerdos.
Desde que la primera nota rompió el alborotado murmullo de la noche empezamos a olvidar la hora larga de caravana que nos condujo hasta el abarrotado recinto. Nueve mil personas estima el periódico, diez mil según mis propias estimaciones, y contando esa tercera parte del graderío, reservada a autoridades.
Todos esperábamos el concierto antológico de los dos magníficos poetas, y a las nueve de la noche los accesos al recinto hípico volvían a estar, como en cada feria y en cada evento, colapsados. A eso de las 10 los polvorientos caminos privados que atraviesan los aledaños del ferial comunicándolo con el Nuevo Cáceres parecían, en la distancia, sembrados de minúsculas lucecitas, que no eran otra cosa que más coches intentando acceder “campo a través”, por, pistas de tierra, más o menos improvisadas.
Por desgracia la ciudad sigue pendiente de que se solucione el incomprensible problema de los accesos al ferial, cuestión que como todas podríamos traducir a términos económicos, y que se aliviaría ensanchando la insuficiente “veredita ” que, a partir de la rotonda da entrada al recinto.
Y con la vieja sensación de que todo sigue igual, logramos aparcar el coche en medio de un descampado, que nos viene haciendo las veces de parking. Llegado a ese punto descubrimos que la cola a la entrada principal llegaba poco menos que -exagerando lo indispensable para que se me entienda- a la estación de autobuses, por lo que armándonos de valor nos plantamos a esperar otra hora larga para acercarnos, muy lentamente a la puerta, que abrió demasiado tarde, por alguna incomprensible falta de previsión, causando en el pueblo llano y soberano ligeros síntomas de desesperación y el agravamiento de hemorroides, varices, y otras dolencias. Mientras tanto, y gracias a que el concierto estaba organizado por el Comisariado del Centenario de Guadalupe, en una cita que también servía de apoyo a la candidatura de Cáceres al 2016, numerosos invitados entrabas cómodamente por una puerta lateral que daba acceso directo al graderío de “autoridades”, y que venía a corresponder a una cuarta parte del total de los asientos.
Por fin, con la extraña sensación de ser de los pocos que han pagado, y un baso de cerveza en una mano me mezclo con la cálida muchedumbre, e intento borrar de mi mente la más sórdida imagen de la noche, la “alambrada” que, como no recuerdo ni en los peores tiempos del franquismo, separaba las gradas de los invitados de las del resto del pueblo, imagino que por una cuestión de seguridad, pero perfectamente justificable, cuando se trata de asegurarse la comodidad de unos asiento con buenas vistas, que solo van a ser disfrutados por una mínima parte de los asistentes.
Y entonces, cuando empiezan a compartirse vasos de plástico, cigarrillos y otras drogas blandas, salen los dos “monstruos”. Sabina está recuperado, casi guapo, diría yo, y alguna neurona dormida se activa en mi mente transportándome a momentos vividos y soñados a lo largo de los treinta últimos años, y siempre con esa misma música de fondo, y los bellos poemas, un poco nuestros, de sus canciones:
“Partiré de viaje enseguida /a vivir otras vidas, /a probarme otros nombres, /a colarme en el traje y la piel / de todos los hombres /que nunca seré.”
Entre pucheros acompañamos con nuestras voces cada tema con absoluta entrega, y regresamos, con la miel en la boca, en busca de esa copa entre amigos que culmina una noche especial. Lamentablemente los bares, respetando el estricto horario cacereño, ya no servían, y volvimos a casa entre turistas que sorprendidos comentaban: “Que pena de Cáceres” ¿quien la ha visto y quien la ve”, y canturreaban:
De par en par he abierto los balcones, / he sacudido el polvo a todos los rincones / de mi alma. / Me he dicho que la vida no es un valle / de lágrimas… y he salido a la calle / como un explorador. / He vuelto a tropezar con el pasado/ y he pedido, en el bar de mis pecados, / otra copa de ron. / Y en otros ojos me olvidé de tu mirada / y en otros labios despisté a la madrugada / y en otro pelo / me curé del desconsuelo / que empapaba mi almohada.
Milagrosa Carrero
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